El domingo pasado tuve un día realmente peculiar. Me levanté ya entrada la mañana, con la única compañía de Lucy, mi compañera peluda inseparable. Los hombres de la casa habían pasado la noche en casa de unos amigos y no volverían hasta la tarde. Ahí me vi, con prácticamente todo el día por delante, preguntándome qué iba a hacer conmigo misma todo ese rato. Aunque daba lluvia, decidí prepararme para salir a pasear con la peluda.
Cuando llegué al Stadtpark, me fijé en la exposición de fotografía que allí habían instalado. Ya me había percatado de los paneles anteriormente, pero en ninguna ocasión hasta ese momento se me pasó por la cabeza curiosear las fotografías, porque las visitas al parque suelen tener un propósito diferente en general.
Deambulando de un panel a otro me sentí casi como cuando vivía en Viena, allá por el 2004. Le tengo un cariño especial a esta etapa de mi vida, no solo porque fue entonces que conocí al otro compañero inseparable de mi vida. Podría enumerar sin parar montones de razones por las que pensar en mi etapa en Viena me trae tan buenos recuerdos. Pero sin duda la parte que más determinó la experiencia fue la cantidad de tiempo que pasé sola durante aquellos 9 inolvidables meses.
Cada mañana salía a explorar la ciudad. No solía tener un plan en particular. Muchas veces simplemente salía con un libro en el bolso y me sentaba a leer en uno de esos bloques de piedra afuera de Mumok, que eran medio banco medio tumbona, o me daba un paseo sin destino particular, para dejarme sorprender por la arquitectura de la ciudad en cualquier esquina o ir a la búsqueda del próximo puesto de patatas asadas. Si el día se presentaba especialmente cálido, iba a zambullirme al Danubio. Sola. Así transcurrían los días hasta las 16, hora a la que debía empezar mi turno en el hotel que era tanto lugar de trabajo como residencia. Las noches de fin de semana eran las típicas de cualquier veinteañera, pero entre semana, pasaba casi todo el tiempo en mi propia compañía.
Si no has tenido aún la oportunidad de vivir durante una temporada a solas, pasando grandes periodos de tiempo en soledad, te lo recomiendo encarecidamente. Y no es que sea una loba solitaria. En realidad, mi relación con la soledad siempre ha sido bastante inconsecuente. Recuerdo que desde muy pequeña le tenía pavor a la idea de estar sola, pero también recuerdo disfrutar jugando sin compañía, en mi mundo particular.
Estoy bastante segura que la mayoría de la gente tiene un poquito de cada cosa. Lo que siempre me ha desconcertado es la enorme brecha entre las dos actitudes. Si bien siempre le he dado una gran importancia a conocer a gente y he llegado a amargarme cuando me sentía inadecuada por no saber conectar con los demás, por otro lado me da vértigo pensar en una agenda repleta de encuentros. ¿Cómo es posible sentirse ahogada por la falta de compañía y también por su presencia?
Puede que sea algo cultural. La norma es vivir conectado. Las relaciones son parte imprescindible de nuestras vidas e incluso llegamos a glorificar tener tantos contactos como sea posible, porque es una seña de popularidad y éxito social. Por el contrario, estar solo nos da que pensar que uno no está adaptado al medio o tiene características no deseables.
Dejando a un lado el aspecto social de vivir en compañía o en soledad, yo me pregunto qué valor personal hay detrás de ese miedo a estar sola. No sé si se trata de un efecto secundario del miedo a la muerte. Llegar a ese punto inevitable y temido sin tener apoyo de nadie para pasar al otro lado. O quizá el miedo a no poder valerse por uno mismo en una vida siempre incierta, sin ayuda de los demás.
La cuestión es que asociamos la soledad a términos negativos casi por completo. Y lo cierto es que nos olvidamos que soledad no es sinónimo de aislamiento. Mientras la segunda significa vivir exento de conexión al exterior, en una burbuja artificial y dolorosa, la primera puede ser muy enriquecedora. Pasar tiempo en soledad es un campo abierto al autoconocimiento, la conexión hacia adentro. La soledad vista así, no es algo que deba dar miedo. Más bien, es un privilegio en determinados momentos de la vida.
Quizá debamos redefinir el significado de soledad, para despojar esta palabra de sus connotaciones negativas. Siempre que pienso en los momentos de soledad - ahora - se me viene a la mente la figura de algún yogui en una cueva en el Himalaya, dedicado a la elevación de su consciencia. No temáis, que esta escena no entra en mis planes para esta vida. Quizá para la siguiente, o… bueno, ¡nunca se sabe! :-D Lo que sí tengo claro es que hay un gran valor en saberse suficiente y que estar sola es siempre una buena prueba de fuego.
Saboreo estos momentos sin planes, sin conversaciones, sin expectativas al exterior. Escucho con más claridad lo que se mueve por dentro, y vuelvo cargada de energía renovada. Puede que este mensaje suene un poco raro después de una temporada tan larga de confinamiento, pero antes de perdernos en la lista interminable de encuentros atrasados, no quiero olvidarme del gran valor de la soledad en nuestro crecimiento espiritual.
Yoga significa unión. El propósito final de esta práctica es unirnos con el todo. Falsamente buscamos algo que nos complete en todos los lugares equivocados. Y es que aquello con lo que debemos unirnos, nunca nos ha dejado en realidad. De la soledad puede emanar este conocimiento propio con el que acercarnos a la realización de que cada uno de nosotros es un ser divino en su totalidad, sin necesidad de nadie ni ningún ente externo. Sí, tú también. La soledad no es un vacío, sino todo lo contrario.
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