El mes de marzo acababa de empezar y aunque ya teníamos el coronavirus detrás de la oreja, aún no nos imaginábamos la dimensión de lo que se avecinaba. A mediados de mes comenzó la cuarentena, el aislamiento, el confinamiento… A mí me dio por llamarlo ‘el retiro espiritual casero’. De primeras pensé que no poder salir y distraernos con las actividades de exteriores sería un experimento interesante. Poner a prueba nuestra creatividad, paciencia y solidaridad con los demás. Con el paso de las semanas me parece que el término realmente estuvo acertado, y no por todo esto que acabo de decir.
La cruda realidad de este ‘retiro’ es que no tiene ninguna semejanza con la imagen idílica que tenemos de los retiros espirituales. No, no puedo pasarme los días sentada en meditación, bebiendo zumos verdes y cantando mantras con mi armonio. ¡Dichoso aquel! No. Para cenar comemos patatas fritas de postre, nos duchamos a las cuatro y media de la tarde, trabajamos con la concentración por los suelos y más de una vez perdemos la paciencia por la cosas más insignificantes. Verdaderamente, esta experiencia es una fuente inagotable de inspiración... ¡Lo digo en serio! Así que lo mismo la sabiduría se esconde en el fondo de un paquete de patatas fritas, o aquí está pasando algo extraño. Puede que las semanas que llevamos aquí metidos estén haciendo mella.
Una de las cosas que aprendemos al meditar, es observar. Llevamos la mirada hacia adentro, la atención a la respiración y las sensaciones. Descubrimos que los pensamientos se despiertan sin nosotros hacer nada para ello. En nuestro retiro obligado está pasando exactamente lo mismo. Nuestra vida se ha reducido a su mínima expresión y en ella, no tenemos otra escapatoria que mirar lo que está delante.
Piensa en el tiempo que pasabas fuera de casa como distracciones, digamos, pensamientos que cruzaban como nubes un cielo despejado. Ahora que no hay adónde ir, no podemos escondernos de lo que siempre estaba subyacente, por mucho que nos hayamos esforzado en correr para zafarnos de nuestras verdades más crudas.
Estas semanas han despertado miedos - por la incertidumbre de lo que pueda pasar, por la fragilidad de la vida, por lo que podemos perder por el camino… También ha hecho su aparición la rabia - cansada de ver los mismos errores cometerse una y otra vez, indignada por la actitud irresponsable de algunos, aburrida de no tener los más mínimos derechos laborales… Nos invaden mil y una emociones, en una montaña rusa diaria que bien podría alimentar un programa sensacionalista. Para rematarlo todo, los días eternos no te llegan. Te preguntas cómo puede ser que de nuevo es la hora de irse a la cama y no has cumplido ni una milésima parte de lo que te habías propuesto hacer ese día. Agotada pero aliviada de que al menos, ahora podrás tumbarte y por unas horas apagar la realidad. ¡Qué pedazo de retiro! Claro, ¿qué te esperabas en plena Semana Santa?
Me levanto, no consigo sentarme a meditar. Enciendo las noticias y me pongo una taza de té negro XXL mientras escucho y limpio la cocina que sigue hecha un desastre de la cena del día anterior. Me como lo que sea que haya y voy rodando la mayor parte del tiempo.
No voy a exagerar, algunos días los disfruto. Los disfruto de verdad. Me divierto haciendo mil actividades y juegos. Me congratulo por las ideas que se me ocurren para solucionar los ‘problemas’ que se presentan. Me aplaudo cuando mantengo la compostura al ver que mi hijo ha decidido pintar con rotulador el sofá blanco (y un sillón, y varias paredes… ¡ah! Y la ducha también, aunque esa no dolió tanto). Otros días me voy arrastrando, porque no tengo ni un resquicio de energía, y sólo son las 9 de la mañana. Me siento impotente, porque una vez más mi sistema inmunológico me ha jugado una pasada y estoy afónica y expectorando (en tiempos de pandemia… mira qué oportuno). Me siento triste porque no sé cuándo podré ver de nuevo a mi familia, darles un abrazo, escuchar el sonido del mar… (ese sí que hubiera sido un plan apoteósico para la Pascua).
Al final, voy como un péndulo. De aquí para allá. De momento lúcido a momento en las tinieblas. Y justo en el medio, donde no hay nada más que decir, ahí es donde quiero llegar. El sitio en el que mis cualidades más bochornosas son tan válidas como mis cualidades más elevadas. Un lugar donde respiro profundo, veo el caos que me envuelve y me muestro amor a mí misma. Allí no me castigo por ser impaciente, por levantar la voz, por decir y pensar cosas de las que luego me arrepiento. En aquel refugio tampoco me vanaglorio de mis hazañas. No me creo dueña y señora de la verdad. Allí, en aquel retiro interno, donde nunca me hubiera visto llegar, aprendo a sentirme humana en toda la envergadura de esa palabra.
Recuerdo una historia que nos contó Saji, mi profesor de la India, sobre la naturaleza del camino espiritual. Era una camino hacia una cueva lleno de obstáculos y peligros. Nos decía, si no estáis dispuestos a pasar por esas calamidades, no podréis llegar a la iluminación. Y aunque yo no esté apuntando a destino tan elevado, me sale una sonrisa al pensar en la razón que tenía. Crecer espiritualmente duele y da miedo, no porque aprender a reconocer nuestros defectos y faltas sea difícil, sino porque aprender a amarnos después de reconocer todo aquello es un acto de heroísmo. Así, limpiamos muchas ideas y actitudes preconcebidas a las que nos hemos aferrado. Andamos sobre fuego para salir purificados. Quitamos capa a capa lo que no éramos y al final acabamos dudando de todo. Miramos el borde del acantilado y nos preguntamos si sabremos encontrar el camino de vuelta.
Vuelvo al día que hacía una historia de Instagram, donde anunciaba que las clases de yoga se cancelaban y que íbamos a practicar en un live durante lo que me gustaba llamar ‘el retiro espiritual casero’. ¡Y vaya si lo está siendo! Esa imagen que se me viene a la mente de una persona sentada impasible, con una suave sonrisa y con las manos en chin mudra, en medio de una sala sobria pero reconfortante en algún monasterio escondido en la más ensoñada naturaleza se me hace graciosa. El retiro de verdad se hace en casa, en pijama, con el pelo sucio atado en un moño y el corazón agradecido de estar aquí.
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